En nuestra opinión los dos conceptos más importantes que rescató la Reforma son: El “sacerdocio universal de todos los creyentes” y el “acceso libre a La Palabra de Dios, La Biblia”. Estas grandes premisas produjeron un cambio extraordinario que trascendió el ámbito religioso impactando en lo político y social, tal como ocurre siempre con el Evangelio de Cristo.
A lo largo de toda la historia ha existido sin solución de continuidad un remanente fiel más allá de las organizaciones, y así seguirá siendo (Isaías 10:21-22; 11:11 y ss.; Ezequiel 14:22; Miqueas 2:12-13; Sofonías 2:9; Romanos 9:27; 11:5); pero las consecuencias de la revolución copernicana producto –en parte– de estos fenomenales aportes reformadores, hicieron que la diversidad evangélica sea, más que un motivo de preocupación, una ventaja esencial. Sin embargo, esto muy pocas veces es reconocido.
El devenir vía el CMI y otras rutas
Saltando de a más de un peldaño por vez, citaremos algunos hitos que se han dado en “favor” de la unidad cristiana ecuménica.
Una carta de Guillermo Carey suele esgrimirse como parte de los antecedentes ecuménicos. En realidad, el insigne bautista aconsejó la realización de una conferencia misionera interdenominacional, a los fines de coordinar la tarea de evangelización; quizá ese haya sido un antecedente válido de unidad en el espíritu, ya que ciertamente no se orientaba a la creación de estructuras, sino de grandes estrategias de acción en “el terreno”.
Más bien, podría ubicarse en 1905 el año en que comenzaron a concretarse algunas iniciativas a los efectos de establecer una suerte de “masa crítica” de poder, en ese caso, ante la sociedad norteamericana. Fue como una prehistoria ecuménica cristalizada en la organización del Concilio Federal de Iglesias, ente que generó resistencia por intentar establecer una imagen de “súper iglesia”.
Pero, con más precisión, el ecumenismo propiamente dicho, comenzaría a tomar forma un lustro más tarde, en 1910, en la Conferencia de Edimburgo, cuando un grupo de misioneros alzaron su voz para concienciar a los creyentes sobre el “escándalo de las divisiones”, proclamando la necesidad de una Iglesia visible y orgánicamente unida sobre la Tierra, como manifestación de la voluntad de Señor.
¿Cuál era la situación de las iglesias evangélicas por aquellos días? Veamos: sostenían los dos principios mencionados rescatados por la Reforma; señalaban la relevancia de la piedad individual y la rectitud social; enfatizaba el evangelismo como tarea principal de la Iglesia y enviaban misioneros hasta el fin del mundo; muchos de ellas –sobre todo los bautistas– velaban por la separación de la Iglesia y el Estado; lideraban las luchas por la educación universal, la libertad de palabra, conciencia y adoración, y de todas las libertades humanas consideradas inalienables. Reconocían una Ecclesia Sancta Católica (en sentido universal) basada en la verdad de la sola Scriptura (La Biblia como única fuente). Las diferentes denominaciones veían el problema de la unidad externa más como una cuestión doctrinal –relevante, obviamente– que como una separación en el espíritu. 1 Sin embargo, el ímpetu por un frente común se había echado a rodar.
Tres aspectos se perfilaban como los convocantes para establecer algún tipo de iniciativa en pos de lo que podríamos llamar una actitud más ecuménica: 1) Su preocupación por la evangelización del mundo, haciendo énfasis en las ventajas que tendría asumir la empresa aunando fuerzas; en ese sentido, buscaba reimpulsar lo que ya estaba funcionando, razonablemente bien; 2) Su inquietud por la situación social y 3) Su deseo de homogenización doctrinal. Así fue que Edimburgo (1910) se mostró como una Conferencia Misionera orientada a reflexionar sobre la obra en los países no cristianos. La reunión dejó en claro cuán esencial es la doctrina básica para la unidad vital y el avance cristiano. Edimburgo establecería un Comité de Continuidad, que se convertiría en el Consejo Misionero Internacional (1921).
El ecumenismo de 1925 en adelante
La reunión que siguió al encuentro de Edimburgo, fue la que se abrió a la inquietud social. Nos referimos a Estocolmo 1925, denominada Conferencia sobre Vida y Trabajo2 de la Iglesia. Esta conferencia se planeó para pasar por alto cualquier escollo teológico doctrinal en pos de establecer las pautas de un evangelio social. El lema más fuerte de esa reunión podría sintetizarse en la frase “la doctrina separa mientras el servicio une”. Estocolmo, de la mano del obispo Natán Söederblom –luterano– fue un tiempo de consideración sobre la educación, el hogar, el sexo, el crimen, las relaciones internacionales, la paz, la industria y la propiedad, la política, la ciudadanía y la función de la Iglesia en la sociedad. La reunión ciertamente no planteó una oposición a las misiones, pero comenzó a ver todo a través de un cristal claramente basado en lo que denominaríamos el entorno del hombre.
A la Conferencia de Estocolmo le sucedió cronológicamente otra de sentido diferenciador: la Conferencia sobre Fe y Orden en Lausana, en 1927.
Con la situación política atomizada de Europa, unos diez años más tarde y habiendo crecido el Consejo Misionero Internacional, “Fe y Orden” y “Vida y Trabajo” coincidieron, premeditadamente, en el año 1936, en sendas conferencias que tuvieron lugar en Edimburgo y Oxford, respectivamente, y surgieron de ambos encuentros la “necesidad” de que se iniciara un “movimiento ecuménico” formal, para lo cual se nombró un denominado “comité de treinta y cinco” que, reunido en el Colegio Westfield, en Hempstead, Inglaterra (1937), recomendó que ambas conferencias se unificaran en bien de la creación de un Concilio Mundial de Iglesias.
Para 1938 se habían trazado ciertos lineamientos de lo que sería la nueva organización, cuyos líderes habían ampliado sus horizontes y se proponían incluir en los planes unionistas a las iglesias católicas ortodoxas orientales, discutiéndose inclusive sobre la conveniencia de una invitación formal a Roma, aunque solo se acordó informar al Vaticano a través de una carta sobre la creación del Concilio. La misiva decía que el comité entendía por “comunicaciones anteriores”, que la Iglesia de Roma no desearía estar “asociada formalmente” con el nuevo Concilio, pero que “la cortesía parecía requerir” que la Santa Sede fuera informada de lo que se estaba haciendo.
Los vientos de la guerra arreciaban en Europa, y el movimiento ecuménico en ciernes entendió que debía colaborar para evitar la tragedia que se presentía (St. Germain y Ginebra) solicitando un orden internacional efectivo.
Para 1946, ya finalizada la Segunda Guerra Mundial, se dieron los pasos finales para convocar a una asamblea general, la tragedia de la guerra fresca en el corazón y la mente coadyuvaba para que un sentimiento de unidad y paz enmarcara los pasos siguientes. Fue en Amsterdam, en 1948, que finalmente se concretó el Concilio Mundial de Iglesias, organización que por sus trazos estaba llamada a ser una “ecclesia ecuménica” que abarcaría todo el mundo no católico apostólico romano. Casi dos centenares de denominaciones se reunieron gradualmente en lo que alguien se atrevió a llamar “La Gran Iglesia Venidera”.3
En este punto sería interesante explayarse sobre los documentos fundacionales en los que se describe la base del movimiento, los requisitos para la membresía, las funciones del Concilio, su estructura y organización, mas supera el límite que nos hemos impuesto. Pero a los efectos prácticos meditemos por un momento en lo intrincado que resulta ponerse de acuerdo en el ámbito de una convención nacional de una misma denominación, para concluir que una organización como un “concilio mundial de muchas denominaciones” solo podría llevarse a la práctica construyendo una férrea conducción de algún modo imperativa, lo que afortunadamente aún no se ha consumado, o por otras contingencias político-sociales más graves.
Ahora bien, ¿qué cubriría el amplio paraguas del Concilio Mundial de Iglesias? Pues en su seno albergaba a unitarios y trinitarios, a evangélicos, neoortodoxos, arminianos, calvinistas, luteranos, anglicanos, católicos antiguos y ortodoxos orientales. Hay iglesias que creen en la “sucesión apostólica”, la veneración de la virgen María y los santos... hay iglesias con sistemas congregacionales, presbiterianos, episcopales; hay iglesias nacionales que creen en la unión de iglesia y estado, e iglesias libres que se oponen a esta doctrina; hay conceptos pietistas y corporativos de la vida cristiana. Hay decenas de ritos diferentes de comunión y adoración. Hay muchas tradiciones raciales y nacionales. En fin, las espaldas del Concilio parecen ser anchas en verdad. Pero nos preguntamos ¿tiene esto algo que ver con un mismo sentir? ¿Contribuye al “que sean uno” de Juan 17?
Otros encuentros internacionales se sucedieron a lo largo del tiempo, en todos ellos las disputas fueron relevantes, las preguntas ¿qué Dios?, ¿qué Biblia?, ¿qué “Hijo de Dios”?, ¿cuál cruz?, ¿cuál “expiación?, ¿cuál resurrección?, ¿cuál ascención?, ¿cuál comunión?, ¿cuál bautismo?, ¿cuál segunda venida?, ¿cuál “juicio“?, ¿cuál reino?, ¿cuál iglesia? jalonaron dichos encuentros, signados también por un lenguaje ambiguo que priorizaba la necesidad (¿política?) de la unión cristiana por sobre los ligamentos que la permitirían.
Latinoamérica no estuvo ausente del proceso, pero podría decirse que tuvo su propia agenda ecuménica, con una serie de conferencias que se sucedieron desde 1949 con un creciente sesgo social y regionalista.
¿Ecumenismo o ecumeslomismo?
Edimburgo 1910, se levantó sobre la faz de la Tierra con una cuestionable premisa pero con una ponderable inquietud: la evangelización. Pero poco más de medio siglo después, en Nueva Delhi, el clamor había tornado en aparente matiz. El grito de Edimburgo fue “la evangelización del mundo en nuestra generación”; en la India, en cambio, la voz en cuellos era “Misión cristiana testificando a una búsqueda profunda de la verdad viviente” (¿?). Aparentemente, se trataba de limar una palabreja: misiones, para quedarse con otra más prometedora y progresista: misión. Aunque la historia de la Iglesia Universal estaba clara y exhibía resultados notorios, se esgrimieron que por razones sociales, culturales y ecuménicas, las estrategias debían cambiarse; el método occidental y las agencias misioneras resultaban demasiado funcionales a la colonización. Muchos autores aceptan ciertas críticas sobre prácticas o tradiciones trasplantadas de y a cada país y, en todo caso, podrían haberse diseñado cambios en las tácticas o formas, pero había otras cosas que se estaban infiltrando en la Obra. Observemos un par de ejemplos.
Luego del impulso inicial de Edimburgo, hubo otras reuniones. Por ejemplo, en 1928 se realizó una que no guardó relación con la impronta del ecumenismo tal como se planteó en 1910, sino con un énfasis especial en una unidad más laxa y abarcativa en la que se reconocía la “importancia” de la religión para el hombre, y se ensayarían avenidas para un tránsito común más armónico. Fue en Jerusalén donde se reconocieron a las religiones no cristianas como colaboradoras en una batalla común contra el mal en el mundo. Una resolución decía: “Reconocemos como elementos constituyentes de la única verdad: el profundo sentimiento de la grandeza de Dios, el espíritu de reverencia en la adoración como los encontramos en la religión mahometana; la profunda simpatía por el sufrimiento humano y el esfuerzo sin egoísmo de escapar de él, que es la base del budismo; el ansia de contacto con la realidad suprema concebida como una entidad espiritual, lo que es la marca distintiva del hinduismo; la creencia en una ley moral guiando al universo entero según es profesado por el confucionismo –en estos puntos– la religión universal no tiene que ser establecida; existe”.
Los intentos en el sentido de esa “visión” fueron varios, vale la pena citar unos más. En 1932 la Investigación de los Laicos de las Misiones Extranjeras, confeccionó un informe en un libro titulado Pensando de Nuevo las Misiones (Harper), en el que se llamaba a abandonar el concepto evangélico tradicional de misiones cristianas. En él se pedía una tregua teológica, y se propiciaba la cooperación con las religiones no cristianas y la creación de una súper agencia misionera, que reemplazara a todas las juntas y sociedades misioneras denominacionales. El informe decía: “El cristianismo occidental en su mayor parte ha cambiado su esfuerzo del lado negativo al positivo de su mensaje. Cualquiera que sea su concepto actual de la vida futura, hay poca disposición para creer que los buscadores sinceros y anhelantes de Dios en otras religiones, serán condenados; se ha preocupado menos en cualquier país por salvar a los hombres del castigo eterno que del peligro de perder el sumo bien. Si no hubiera en el corazón de todos los credos un núcleo de verdades religiosas, ni el cristianismo ni ninguna otra fe tendrían fundamento alguno para construir. Dentro de la piedad de la gente común de cada región, encostrada como lo está generalmente con superstición, y agobiada con fines egoístas en sus regateos con los dioses, hay este germen, la intuición religiosa inalienable del alma humana […] Creemos, entonces, que ha llegado el momento para liberar a los aspectos educativos y filantrópicos de la obra misionera, de la responsabilidad organizada al trabajo de evangelismo consciente y directo. Debemos estar dispuestos a dar generalmente sin predicación alguna, a cooperar con agencias no cristianas para un mejoramiento social, y a estimular la iniciativa […] en la definición de las formas en que se nos invita a ayudar.4
El Concilio Misionero Mundial vería su fin en la Asamblea de Nueva Delhi, en 1961, lo absorbería el Concilio Mundial de Iglesias, tras lo cual varias iglesias evangélicas se separaron.
El camino no ha sido demasiado largo en términos de tiempos bíblicos pero, como en muchas otras materias, es la tendencia lo relevante. ¡Cómo se está diluyendo la preocupación por aquella meta que hacía de “La Gran Comisión” un asunto primordial, y de la Iglesia una entidad universal, cuyo rol era actuar en el mundo sin pertenecer a él (Juan 15:19; Filipenses 2:15; Santiago 4:4). Lamentablemente una buena parte de lo que está quedando es pura búsqueda de espacios de poder, en consecuencia competencia política, y será esa competencia la que marque el futuro. ¿Estaremos preparados?
En Reflexión Bautista 26: El Vaticano se interesa.
Los objetivos políticos.
1 Murch, James Deforest, La aventura ecuménica. Publicaciones De la Fuente, México 1962, p. 36.
2 Algunos denominan “Fe y Obra” en vez de “Fe y Trabajo”. 3 Término usado extraoficialmente por lo líderes ecuménicos de entonces para hablar de la futura iglesia. Ver obra de Juan Knox. 4 Murch, J. Op. Cit, p. 39.