Estos datos ya son conocidos por todos después del “bombardeo periodístico” sucedido minutos después de la elección del nuevo Papa: que es alemán, que es el primer pontífice de esa nacionalidad desde la Edad Media, que nació hace 78 años, que fue ordenado sacerdote en junio de 1951, que fue Arzobispo de Munich y Freising desde marzo de 1977 y proclamado cardenal en junio de ese mismo año, y que desde 1981 era el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, además de presidente de la Pontificia Comisión Bíblica y de la Comisión Teológica.
También se ha dicho que era uno de los cardenales más cercanos al fallecido Juan Pablo II, elegido por éste Decano del Colegio Cardenalicio y encargado de la homilía de Vía Crucis durante la Semana Santa del 2005, en la que el Papa apenas pudo participar. Todo esto se ha sabido y mucho más.
Pero quizá no se ha dicho, o no con la misma intensidad que lo anterior, que Joseph Ratzinger, ahora Benedicto XVI, ha sido el guardián más disciplinado de la ortodoxia romana, conservador a ultranza y conocido por algunos expertos analistas católicos como “el Gran Inquisidor”.
Esos títulos, hay que reconocerlo, los ganó en franca lid. Como responsable de una Congregación, heredera del Santo Oficio de la Inquisición y cuyo nombre ha estado vinculado durante siglos al secreto y al misterio, se mostró intransigente en cuanto al dogma católico y asumió actitudes en extremo conservadoras. Se opuso en 1984 a la teología de la liberación tachándola de “reducir el Evangelio de la salvación a un evangelio terrestre… que se aparta gravemente de la fe de la Iglesia, aún más que constituye la negación práctica de la misma”. A principios de los años 90s dirigió el segundo proceso de sanciones impuestas por el Vaticano en contra del religioso y teólogo brasileño Leonardo Boff, a quien le censuraron todos sus escritos, se le separó de la cátedra teológica y, como si esto fuera poco, se intervino la editorial que publicaba sus libros y se procedió a quemar las copias que estaban en existencia. Acto calificado como atroz para quien había sido leal discípulo de Ratzinger en la Universidad de Munich.
Hacia Boff se reaccionó con la misma virulencia con la que se había actuado en años anteriores con el teólogo alemán Hans Kung, quien había sido procesado por sus escritos referentes a la cristología y a quien se había silenciado por sus reiteradas críticas al conservadurismo de la Iglesia. Kung, íntimo colega de Ratzinger en la Universidad de Tubinga, nunca calló sus críticas y siguió considerando a su Iglesia como “una dictadura clerical” en la que “no se tolera a nadie que opine de un modo distinto” y a la que se le puede comparar “con el antiguo Kremlin y sus métodos”, que destroza a sus acusados sometiéndolos a un “molino inquisitorial” del que pocos salen bien librados. En todas estas inculpaciones el nombre de su viejo amigo bávaro ha estado siempre presente.
El 6 de agosto de 2000 expidió uno de los documentos más controversiales: la Declaración Dominus Iesus, sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia. En ella se alcanzó el clímax de conservadurismo preconciliar cuando se afirmó que la Iglesia de Cristo “sigue existiendo plenamente sólo en la Iglesia católica” y que esa Iglesia “constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste (subsistit in) en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él. Así nomás, y desconociendo el largo trecho recorrido por el ecumenismo en sus últimas décadas, se desconoció la existencia teológica de las otras Iglesias y se les trató como “comunidades eclesiales” de segunda clase. Las protestas no se hicieron esperar. El peregrinaje interconfesional había recibido un duro golpe, otra vez de la mano del prefecto alemán.
En febrero de 2001, el padre redentorista Marciano Vidal, uno de los más reconocidos expertos en ética y moral, recibió una notificación en su contra por sus escritos y enseñanzas. El profesor de la Universidad Pontificia de Comillas fue censurado por su Moral de Actitudes y por exponer posiciones contrarias a las de la Iglesia en tema para ella sensibles como la inseminación artificial, el aborto eugenésico, la masturbación y la homosexualidad, entre otros. A sus discípulos y lectores se les llamó “a que se apartes de estos errores o lagunas en los que han sido formados o persisten todavía”, pues su autor “no acepta la doctrina tradicional”, sus posiciones son “incompatibles con la fe católica y pueden causar grave daño”. También a Ratzinger y a la Congregación que él ha tutelado se le debe esta censura.
En el año 2004 en mismo Cardenal orientó la notificación contra el libro “Jesus Symbol of God”, escrito por el padre Roger Haight s.j. El texto fue descalificado y condenado por obtener “grandes errores doctrinales con respecto a algunas verdades fundamentales de la fe”, y “grandes errores contra la fe divina y católica de la Iglesia”. Ratzinger firmó la sentencia el 13 de diciembre junto a su Secretario, el Arzobispo Angelo Amato.
En mayo del mismo año expidió una carta a los obispos acerca de la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y el mundo. El texto de esta carta defraudó las expectativas de los movimientos feministas y de aquellos que esperaban un pronunciamiento más favorable respecto a la participación de las mujeres en el ministerio eclesial. El Cardenal corroboró que “la ordenación sacerdotal (es) exclusivamente reservada para los hombres”. A este documento se le suma una decena más que fueron escritos durante su larga prefectura: unos en contra de “peligrosos pensadores”, otros a favor del dogma inalterado, algunos forzando el camino de su verdad, otros desenmascarando a los nuevos demonios; todos para devolver la Iglesia a la fuente de la tradición y no dejar que los aires de renovación cobraran fuerza. ¡Labor cumplida!
Su dignidad de conservador y de “más papista que el Papa” amenazó también con crear crisis política, como cuando se opuso en el 2004 a la entrada de Turquía en la Unión Europea, calificándola de “enorme error” y de “decisión en contra de la historia”. Así, entre desaciertos políticos y contiendas dogmáticas, este amigo de confianza del fallecido Karol Wojtyla y eminente teólogo de las Universidades de Freising, Bonn, Munster y Tubingen, hizo camino hacia el solio de San Pedro y ahora, para alegría de muchos y preocupación de otros tantos, es el nuevo Benedicto XVI.
“Yo no soy el gran inquisidor y tampoco me siento un Casandra cuando examino los factores negativos de la Iglesia”, suele decir de sí mismo. La oportunidad para perfilar su nuevo rostro se la ha concedido ahora el Colegio Cardenalicio al nombrarlo primer Papa del siglo XXI. Ha llegado el momento; el mundo y la Iglesia lo aguardan. No hay tiempo que perder. Recibe la Iglesia con las crisis que él mismo construyó. Hay múltiples problemas hacia el interior: dogmatismo teológico, rigorismo en la moral sexual, dificultades en el entendimiento ecuménico, estructura patriarcal y machista, falta de participación efectiva y real de los fieles laicos, desconcierto en el diálogo interreligioso, crisis pastoral por escasez de vocaciones, acelerado crecimiento de nuevos grupos religiosos, rigidez en su estructura jerárquica, en fin, extensos faltantes en la aplicación efectiva de las líneas pastorales del Vaticano II.
Unos no ven esperanza; entre ellos L. Boff, y con razón: “Ratzinger es una persona muy compleja y, a la vez, muy negativa para la Iglesia. Es un hombre muy influido por la teología augustiniana, con una visión pesimista, sombría del ser humano. No es un hombre que ilumina el camino, sino que lo oscurece, impidiendo transitar por él”. Otros, aunque conocen su historia polémica y controversial, no por eso dejan de proclamar con terquedad su esperanza. Entre estos el teólogo español Juan Luis Herrero del Pozo quien dice estar alegre porque “¡Cuánto peor, mejor!”. Dice él que la historia muestra de qué manera el movimiento popular de Jesús se desarrolla con más éxito cuando más se le “tensa el arco”. Las demandas de reformas llegan cuando “el arco se tensa tanto que la cuerda queda al punto de romperse”. Juan Pablo II hizo su parte. Benedicto XVI con seguridad hará la suya, hasta cuando la cuerda no aguante más y estallen los clamores del Espíritu que den origen a una gran metamorfosis de la Iglesia.
Para Herrero del Pozo “el dique descomunal de contención que se ha ido levantando está recibiendo una presión tal de las aguas acumuladas que cuanto más se empecine el dique en impedir el flujo normal del cause antes estallará. Pero el punto de ruptura tal vez aún no se haya conseguido”. Y agrega haciendo uso de una ironía genial: “Tal vez es preciso tensar más la soga. Y para lograrlo, tal vez vendría que ni pintado un Papa como Ratzinger”. Que ni pintado lo creo también yo, que soy heredero de la Reforma del siglo XVI y conozco el supremo favor que le hizo a Martín Lucero y a los demás reformadores el Papa León X, su excelso contradictor. Las tensiones de aquel entonces llegaron a su máxima expresión y la cuerda se rompió dando paso a una de las más grandes revoluciones en la historia de la fe.
Yo creo en la insondable sabiduría de Dios que permanece en medio de las sinuosas líneas de la Historia y reclama nuestra confianza. Porque creo en ese Dios me uno al coro de los irremediables esperanzados y saludos alborozado: ¡Bienvenido Benedicto XVI! ¡La fuerza del Espíritu sigue intacta y es necesario que el arco se tense un poco más!
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