"La TV y la sociedad argentina"
Raúl Scialabba - Abogado, empresario
La triste realidad social de nuestro país nos muestra día a día como nuestra sociedad se va deslizando por un tobogán hacia la decadencia.
El papel principalísimo que siempre tuvieron la familia, la escuela y la iglesia en la formación de nuestros hijos, ha sido relativizado y en muchos aspectos hasta reemplazado por la televisión. Hoy resulta una lucha desigual para los maestros y los padres, contrarrestar la influencia de los productores televisivos que haciendo caso omiso a cualquier límite corren atrás de la obtención de una mayor audiencia, sin que importe el costo que la sociedad toda debe pagar por ello. A nadie escapa las enormes y diversas potencialidades que la TV ha tenido y tiene desde su invención hasta nuestros días. Es capaz de contribuir al conocimiento, la cultura, los valores y el esparcimiento como también de constituirse en su contrapartida, es decir en un potente propagador de contravalores humanos, pornografía, violencia y marginalidad. En aras del sensacionalismo y del “dios rating”, la alianza compuesta por productores, dueños de canales y anunciantes, descartan proyectos que inculquen valores reemplazándolos por lo “que el público quiere”, obligándolo a ser prisionero de un sistema de comunicación comercial que no tiene alternativas y no deja opciones. La televisión debería estar al servicio de la sociedad en la construcción de una mejor formación ciudadana, promoviendo la dignidad humana, mostrando modelos que sirvan para reflejar una sociedad justa, solidaria y fraterna. Los que defienden el actual modelo, argumentan con astucia, que nadie está obligado a encender el televisor. Y tienen razón. Cada uno de nosotros es quien tiene la responsabilidad de hacerlo o no, de poner límites, de aconsejar a sus hijos la conveniencia o inconveniencia de tal o cual programa. La TV actual representa una “nueva cultura” que montada en programas bizarros y taquilleros manda mensajes implícitos que penetran subliminalmente como si fueran un juego. Modelos de pareja y de familia contrarios a la ética y a los valores tradicionales, son presentados como alternativas naturales y normales confundiendo las mentes de adolescentes y niños que no tienen ni valores ni modelos claros. La marginalidad ha existido desde siempre, pero ahora los productores televisivos, han encontrado en ella una nueva veta comercial a explotar, mostrándola en todas sus facetas, casi regodeándose morbosamente de lo que sucede en una cárcel, en un loquero o un prostíbulo y para hacerlo más verídico, usan el lenguaje más procaz posible. Analicemos la programación y encontraremos un impresionante catálogo de bajezas donde abundan la apología e incitación al crimen, la tortura y otras formas de violencia; la discriminación racial, de género, religiosa y a la desnaturalización sexual; dañado la dignidad de los más débiles y estimulando la sexualidad precozmente. Nadie cuida y protege a los menores contra estos abusos. Mucho más grave aún es pensar las horas que nuestros hijos pasan frente al televisor. Una estimación indica que los niños pasan un promedio de cuatro horas diarias. Esto significa, 28 horas a la semana, 112 horas por mes y 60 días completos en un año. Ese es el tiempo en que delegamos la formación de ellos en manos de personas que casi con seguridad tienen modelos que en nada se parecen a los que queremos inculcarles. De acuerdo a estas cifras, ese niño ya hombre, al llegar a los 60 años de edad habrá invertido (¿desperdiciado?) diez años de su vida frente a un televisor. Las invenciones deben ponerse al servicio de la humanidad y no convertirse en esclava de ellas. ¿Qué podemos hacer como cristianos ante semejante avasallamiento? Ejercer con responsabilidad nuestra libertad. Hacer oír nuestras críticas y señalar los programas que, de forma sistemática, no respetan ni los principios ni las leyes que protegen los derechos humanos. Hacerlo públicamente, uniéndonos a entidades, ONGs, organizaciones, otras entidades religiosas y ciudadanos que estén de acuerdo en concentrar esfuerzos y manifestarse contrariamente mediante solicitadas, cartas a diarios, cadenas de mails a productores y fundamentalmente a las empresas que con sus aportes financieros se constituyen en anunciantes de esos programas. Estas campañas, no significan decir un rotundo "no" a la televisión, sino a la necesidad de desplazar los contenidos degradantes que muestran ciertos medios, los que, en muchos casos, promueven la desinformación, la promoción de disvalores y la vulgarización del lenguaje y de las costumbres. Promover en nuestras iglesias y organizaciones programas que ayuden a fortalecer la vida en familia, a realizar actividades creativas, a moverse, a escuchar a los demás, al silencio, a la música, a divertirse, a correr, a ayudar a las personas necesitadas. Formar grupos de reflexión, a partir de los cuales se puedan impulsar proyectos de calidad y excelencia en la formación de valores. Estas tareas exigirán la acción conjunta y solidaria con otras organizaciones, para impulsar cambios y planteárselos a los empresarios de los medios, anunciantes y funcionarios. A todos nos resulta más que evidente el papel poderoso que representan los medios de comunicación, particularmente la TV, sobre la formación de las nuevas generaciones. La televisión, con su poderosa presencia, es capaz de mostrar todo lo bueno, pero también todo lo malo, muchas veces con una falta de espíritu crítico que se ha vuelto alarmante. El pueblo evangélico en general y los bautistas en particular tenemos el deber y la obligación de ser agentes de movilización y cambio en esta materia, utilizando la convocatoria, para proponer una búsqueda de consensos –aún entre otras confesiones–procurando la modificación en los contenidos televisivos de muchos elementos que en nada benefician a la formación de las nuevas generaciones. La idea no es combatir a los medios, por supuesto, sino hallar la manera de integrarlos más completa y eficazmente, con la obra de formación indelegable que tienen la familia, la la iglesia y la escuela. |